La ciencia ha realizado avances maravillosos durante las últimas décadas, investigando cuáles son los mecanismos por los cuales las personas aprendemos, actuamos y nos relacionamos.
Partiendo de la base de que las habilidades humanas son tan variadas, surgió en la década del ’90 la Teoría de las Inteligencias Múltiples, y a ella se agrega el enfoque de otros especialistas que hablan de la inteligencia espiritual y la inteligencia emocional.
Estos temas están directamente relacionados con otro que influye esencialmente en el desarrollo de una personalidad sana: nos referimos a la Programación Neuro-Lingüística (más conocida como “P.N.L.”), un tema que nos ayudará a guiar a nuestros hijos por un camino de bienestar integral.
La PNL es una habilidad práctica que asegura flexibilidad y cambios hacia mejores resultados. Se inició en la década del ’70, como un conjunto de herramientas y técnicas elaboradas por John Grinder y Richard Bandler, (USA), quienes analizaron en profundidad los patrones de conducta de personas que sobresalen en determinado campo, personas que poseen formas efectivas de pensar y comunicarse con los demás.
PNL es una compleja mezcla de ciencia, arte, y técnica que analiza los diversos modelos mentales y cómo podemos cambiar nuestros patrones de conducta a partir de las palabras.
PNL se refiere a un principio básico que nadie se atrevería a negar: la importancia del lenguaje en nuestra vida y cómo lo que hemos asimilado y percibido durante la infancia condiciona nuestra personalidad.
Cada ser humano es el resultado de un complejo entramado en el que intervienen múltiples factores genéticos, hereditarios y culturales: la historia de vida personal (educación, enfermedades, experiencias gratificantes y traumáticas, estímulos recibidos, etc.); la situación cultural y social (lugar de nacimiento y medio de crianza, entorno familiar, etc.) y también el tipo o modelo de lenguaje que nos ha rodeado, aún desde la vida intrauterina.
El lenguaje “programa” (condiciona, determina) neurológica y emocionalmente al niño y va formando los valores esenciales de su personalidad.
Somos lo que pensamos. Y nuestro pensamiento se va construyendo con palabras que transmiten lo que sentimos y experimentamos. Nuestras creencias ejercen una gran influencia en nuestra conducta: nos motivan y dan forma a lo que hacemos. Esas creencias son como mapas internos que empleamos para transitar por el mundo. De allí que sea tan importante educar con flexibilidad, para que los niños sepan que existen múltiples opiniones sobre algo. Generamos así un carácter abierto a la curiosidad, a los diferentes enfoques, a la tolerancia y sobre todo, a la ampliación de la sabiduría interior.
La mejor manera de enseñarle a nuestros hijos lo que son capaces de lograr, es estimularlos a que actúen “como si” pudieran. Lo que no pueda hacer, no lo hará, ya se dará cuenta de ello. Pero al menos no habrá tenido límites de antemano. Las creencias positivas son permisos que estimulan y amplían sus capacidades y los niños pueden aprender que las creencias son una cuestión de elección: elegir sentirse bien, elegir poder, elegir estar de buen humor, elegir lo mejor en cada situación.
Como consecuencia, cuando no obtenga lo que se desea, cuando no logre el objetivo propuesto, podrá ir cambiando a otras formas de actuar, hasta que consiga lo que quería.
De esta manera se irá moldeando un sistema de aprendizaje basado en el éxito, sobre las cosas que el niño va logrando y que le gusta que se repitan. Irá así habituándose a triunfar y a disfrutar de la sensación que le da el triunfo, irá asociando que está bien porque actuó bien... y actuó bien porque pensó bien. Paulatinamente el proceso se hace cíclico y el niño aprende a situarse en el futuro afirmándose en situaciones placenteras que desea repetir: imaginar cómo será la próxima vez que se sienta bien, cuando nuevamente logre sus metas.
Fuimos programados por lo que hemos oído de otras personas y también por lo que hemos hablado, ya que nuestro cerebro escucha intensamente lo que nosotros mismos decimos.
Lo que oímos y lo que hablamos influye en lo que pensamos y en lo que hacemos. Cada palabra es un impacto que marca a quienes la escuchan. Los especialistas insisten en decir que esta influencia es particularmente fuerte durante los dos primeros años de vida de un niño. Dado que esta etapa es la más permeable para la formación de la personalidad, la familia debe ser consciente de la importancia de todo lo que se le dice al bebé, incluido lo que se dice “sin palabras” pero sí con gestos, con tonos y con actitudes.
Importa también estar atentos a lo que permitimos que nuestros hijos reciban y escuchen desde el entorno general: medios de comunicación, contacto con otras personas, etc. Todos estos mensajes programan la personalidad infantil, la imagen que se forman de sí mismos y determinan en gran medida, sus relaciones interpersonales.
Ya desde el embarazo y durante los primeros años de vida, los padres pueden crear, a través del lenguaje, las condiciones para que los bebes y los niños vayan forjando su capacidad de dar y recibir afecto, de expresarse, de manifestar sus sentimientos. De la misma manera, la familia puede motivar, estimular la auto-estima, mostrar los modos de manejar adecuadamente las situaciones y los problemas, regular los niveles de frustración y desarrollar la capacidad para reponerse frente a las dificultades.
Naturalmente que para poder hacerlo, es necesario que los propios padres puedan dar ejemplo de actitudes y respuestas sanas, porque no se trata solamente de discursos hablados... También los adultos pueden modificar su PNL, logrando optimizar sus enfoques personales sobre su vida, sus logros y sus metas, convirtiéndose en los más reales modelos para sus hijos.
Tiempo y oportunidad, relación íntima a través del juego y los diálogos afectivos, un ambiente de confianza y ternura... ese legado de momentos de comunicación nutrirá a nuestros hijos para transitar un proceso de desarrollo feliz.